La niebla (fragmento)

La mañana es lisa.

Me pongo el uniforme gris.

Salgo del Cubo y, afuera, el Abuelo Viento acaricia mis cabellos.

Allá están los edificios, sobre la Loma Larga. Más allá, la Sierra Madre, a mi derecha las Mitras y, detrás de mí, sobre mi espalda, el Cerro de la Silla.

Nuestros Padres y Nuestros Abuelos dan Sus pasos a mis pies.

Ellos nos han dado Su Sangre.

Bajo al río y camino sobre sus piedras, sobre su lecho seco. Mi sangre golpea fuerte y el viento silba. La cuerda de algodón del llavero cuelga sobre mi rodilla, sobre mis botas de montaña.

Lo cruzo y asciendo.

Llego a estos edificios del Gigante Blanco que me mira.

Llego ante la reja, el guardia me mira.

Que entre.

Y los otros vigilantes bajan sus armas y abren la reja.

Detrás de mí la cierran.

Continúo mi marcha hacia los blancos edificios.

Volteo hacia esos muros verdes cerca de la entrada, y miro sus manchas de sangre, sus pequeños trozos de carne en descomposición. Una ráfaga levanta centenares de moscas. Ese árbol muere cerca del muro ametrallado. Lo observo con mis ojos cubiertos con mi cabello y las sombras sobre mi cara.

Sigo por el estacionamiento; en el suelo hay manchas púrpuras que antes fueron rojas, entre los escombros y las ruinas de los automóviles.

Un cementerio podrido.

Los cuerpos no han sido retirados.

Allá, lejos, alguien agoniza.

Alguien.

Camino hacia allá, pero un sonido metálico, corto, me detiene. Un fusil se prepara.

Giro, despacio: que el soldado no dispare.

Que no venga esa bala.

Que no venga.

Comienzo a sudar y mi corazón late fuerte.

Aprieto las quijadas.

Veo al soldado: es un joven alto. Su cara sudorosa y fría, sombreada por la visera de su abollado casco, es plateada.

Un muro de metal.

¿A dónde?

Yo lo miro.

Él continúa apuntándome.

Una estatua.

Un muro de piedra.

Alguien agoniza.

Alguien agoniza.

Nada.

 

Felipe Montes

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