Archive for the ‘Juan Manuel Carreño’ Category

Motivos para ver al oculista

July 7, 2008

El hombre me mostró una foto.

–La quiero muerta, ¿me entiende?

–¿Y el sujeto?

–Eso lo decide usted, yo sólo pago por ella.

–Serán veinte de los grandes.

Extendió un cheque por la mitad.

–El resto al terminar.

Me dio los datos de su rival y la rutina de su mujer. Cuatro días después seguí al sujeto desde su oficina hasta el estacionamiento de un club deportivo donde ella practicaba aeróbics. Salió del auto y se recargó displicente sobre la polvera izquierda. Se asemejaba a un tipo de esos que salen modelando ropa en las revistas caras. Miraba la entrada del club mientras fumaba un Benson. Yo lo imitaba con un Fiesta sin despegar mi vista de su figura. Exhalé el humo y sentí envidia por su aire de conquistador. Su cuerpo, seguramente trabajado en gimnasios, y su cara parecida a la de Richard Gere, atraían las miradas de las mujeres que caminaban a buscar sus autos.  Él parecía indiferente al espectáculo que causaba; ya quisiera yo una de las más feas para un fin de semana –me dije-, una de las que él despreciaba. Yo, con mis 110 kilos a cuestas y barriga cervecera, sentí la obligación de matarlo gratis.

La mujer salió en punto de las seis de la tarde. Ocultaba su pelo cortado a la moda bajo una pañoleta guinda. Sus ojos se protegían detrás de lentes oscuros. La boca me recordó las cerezas sobre un pastel de chocolate –me gusta el pastel de chocolate. El cuerpo de la dama era un pecado en movimiento. Se tendieron los brazos y sin pudor se besaron.

Los seguí hasta el hotel de fachada celeste que está por la carretera nacional. Fumé otro cigarrillo antes de entrar. Llegué a la recepción y enseñando la placa de policía ministerial le dije al dependiente, un hombre obeso y calvo:

–Déme el número de cuarto de la pareja que acaba de llegar –lo miré con intensidad. Su mirada se tornó opaca y pasó saliva. Lo tomé del cuello–. No quieres que te clausure el negocio ¿o sí? –la sangre huyó de su rostro y la voz salió quebrada de su escondite.

–315, señor.

Subí por las escaleras. Busqué el cuarto señalado. Encendí un cigarrillo y esperé paciente la señal que los delatara indefensos. Usé la ganzúa y entré. El cuarto se encontraba en penumbra. Aventuré unos pasos y los miré desnudos y sudorosos. Se imponía la navaja. La desdoblé sin dejar de mirarlos y me acerqué veloz, tomando al hombre por el cabello, le corté el cuello antes de que lo notara. La mujer me miró extrañada. Un tajo fulgurante se instaló en su garganta. La navaja quedó en manos del sujeto. Accioné tres veces la cámara de fotos instantáneas. La sangre fluía de sus cuerpos.  

Mientras conducía de regreso marqué el celular del cliente.

–Tengo noticias -dije, y acordamos vernos en un bar del centro.

–Quiero cancelar el contrato –señaló antes de sentarse.

–Demasiado tarde –le extendí las fotografías. 

–No es mi mujer –las miró con detenimiento–. Él sí es, pero ella no.

Lo miré con perplejidad.

   –Ella está conmigo en este momento –giró su rostro a la puerta por donde entró la mujer–. La he perdonado –dijo–. Puede quedarse con el dinero que le adelanté.

Se levantó y sin decir palabra se retiró a la salida. Observé las fotografías más de cerca.

–Carajo –me dije–, tendré que ver mañana mismo al oculista.

Juan Manuel Carreño

Yo, el otro

July 7, 2008

Hace tres días, las espadas flamígeras del sol me hicieron bajar la guardia y desistir del trabajo de vender enciclopedias. Después de varias negativas recordé una película que llamaba mi atención por su violencia extrema y la sangre que, según decían, corría como río desbordado, casi salpicando a los espectadores.

Entré y la primera parte me dejó satisfecho. Al llegar a cien muertos se me fue la cuenta. Llegó el intermedio en el que el público corre a la dulcería a aprovisionarse. No me moví. Estaba a dieta.

Con la sala en penumbra, me pareció reconocer a un amigo dos filas adelante. Estaba como yo en medio de la sala y como yo lo hacía a veces, contaba los asientos de un lado y del otro. Traía un suéter similar al que yo usaba, y su corte de pelo se asemejaba al mío. ¿Quién será?, me pregunté. En eso volteó a donde estaba el proyector y comencé a temblar.

Ese hombre era yo. Pero no podía ser yo, porque yo era yo, y no podía haber otro yo más que yo mismo. ¿O es que yo no era yo? Me toqué los brazos, la cabeza, los hombros. La luz se apagó y comenzó la película. No satisfecho con haberme palpado, extraje del saco mi billetera y de ésta mi identificación. Encendí un cerillo y leí mi nombre. No cabía duda. Era yo. Pero entonces, ¿ese otro?

Estuve decidido a no quitarle la vista e interrogarle al finalizar la función, pero la violencia del filme ganó mis sentidos y me distraje del plan. Cuando se prendieron las luces no lo vi por ninguna parte y razoné que todo había sido meras figuraciones; que no había otro yo más que yo, y que en la penumbra todos los gatos son pardos y otros dichos que no recuerdo.

Salí del cine muy satisfecho y arribé a la cafetería de siempre. Platiqué con amigos sobre diversos temas y después de mis tres tazas me retiré  a la parada donde, corriendo, alcancé a tomar el camión. Pagué y me fui hasta atrás, donde logré un buen asiento. Estaba por arrancar y entonces se subió el otro. Me asusté. Se sentó adelante y sacando un libro de su portafolio se puso a leer, como es mi costumbre. ¿Cuántas cosas pasaron por mi mente esa noche? ¿En que parte la realidad nos muestra su lado oscuro?  Esto y mil preguntas más me formulaba sin tener respuesta, tanto que olvidé bajarme en la parada cerca de casa. Cosa que él sí hizo. Bajé en la cuadra siguiente sólo para ver cómo introducía la llave en mi domicilio. Corrí a detenerle, pero cuando llegué, observé por la ventana cómo los niños lo recibían abrazándose a sus piernas. Mi esposa le daba un beso y le sonreía. Yo, sin saber qué hacer, me alejé de ahí a la cafetería de la esquina que estaba abierta las 24 horas.  Tomé café y fumé sin quitar la vista de mi casa.

Muy de mañana salió el otro y abordó el camión para ir al trabajo. Aproveché para entrar a mi casa pretextando un dolor de estómago. Aquí he permanecido dos días sin reportarme a la empresa. Hoy es el tercero y me dispongo a salir. Abro la puerta. ¡No puedo creerlo! El otro se encuentra a unos pasos con la llave en la mano. Me mira confundido y con seguridad se pregunta ¿qué está pasando aquí? 

Juan Manuel Carreño

En el centro comercial

July 7, 2008

– ¿Pero qué se ha creído, mamarracho? ¿Que puede manosear a la gente decente nomás porque sí?

Quien esto dice es Miroslava Lazcano. Tiene en su haber 1685 acostones según sus estadísticas confiadas a la computadora con todo lujo de detalles. Ha tenido 124 amantes desde que era quinceañera hasta la fecha, 40 fallecidos, 40 impotentes, veinte abandonados en plena bancarrota, Doce enfermos de diversos males y doce todavía activos. En el momento del incidente ella, inclinada sobre un aparador, admiraba un broche de brillantes que pediría a alguno de ellos.

– ¡Discúlpeme, señora, fue sin querer! Verá usted, ese niño me empujó y yo para no caer pues…

Él se llama Camilo Peñalosa, de oficio cartero. Honrado como habemos pocos, y padre de familia ejemplar como quien esto escribe. Tiene tres hijos y batalla para mantenerlos. El que esto escribe tiene cuatro y también batalla.

–¡¿Cree que una sale a la calle nomás para que la manoseé un mano larga como usted?!

Miroslava ha leído 120 libros que la gente decente tacha de inmorales. Ha visto 178 películas pornográficas, y vuelve a mirar las que más le divierten, en especial las de Xaviera Hollander, así como la filmografía alemana y sueca.

– ¡Exijo que venga la policía! ¡Quiero presentar una denuncia!

Conviene agregar que invitó a diez de sus amigas a compartir sus confidencias cada fin de semana. ¡Lo que se reirán cuando les cuente este incidente!

–¡A ver cómo te zafas de esto! –Un guardia de seguridad tiene sujeto a don Camilo.

 

Se llama Antonio Moreno; tres años de primaria, cinco encarcelado por cristalero, y supuestamente regenerado. Lleva diecinueve meses de servicio. Golpea a sus hijos cuando le piden ayuda para hacer sus tareas y tiene un amante no una amante sino un amante).

 

-¡ La señora va a presentar cargos! -mira a su compañero- Pide una granadera para que se lleve este vicioso.

–Seguramente es un drogadicto.

Quien esto asegura se llama Ladislao Pérez; sexto año de primaria. Juró no trabajar nunca y este empleo es lo que más se le parece. Drogadicto convicto y traficante. Salió la Navidad pasada, indultado entre otros por la primera dama del Estado.

–O algún ladrón.

Esto lo dice un mirón llamado Pedro Alcántara, homosexual de clóset. Preparatoria no terminada. Vive de batear a sus hermanos, aparte de las “buscas” a la alacena de su madre, quien lava y plancha para completar el gasto. Por las tardes, este sujeto visita la panadería de su primo  y se atraca cuanto puede, ante el enojo del pariente.

–Tiene cara de carterista.

-Más bien de degenerado.

Estas expresiones corresponden a dos señoritas ya quedadas que buscan sin éxito quién las pueda consolar  todas las noches.

¡Pas! ¡Pas!

–Hace bien en cachetearlo, señora, nomás para que sepa con quién se mete –dice el excristalero.

Los mirones aplauden.

–Ya llegó la granadera. Sírvase seguirla en su auto a la delegación de policía para que consigne la denuncia –señala el exdrogadicto.

–El hecho existe, ustedes pueden atestiguarlo –obsequia unos billetes a los guardias–. Vayan ustedes en mi nombre. Yo me retiro a una cita muy importante (tomar café con sus amigas).

 

Camilo es presentado con la cara destrozada.

–Anótele ahí que quiso escapar y cayó de la camioneta, después de insultar a la autoridad.

Él sería incapaz de hacer algo como eso. Es ministro en la iglesia de su colonia y miembro activo de los grupos religiosos.

Ya sabemos que el infierno terrenal se llama prensa de la tarde.

–¡Extra! ¡Extra! ¡Un degenerado detenido en un centro comercial!

Una cosa pequeña la hacen lucir grande.

–¡Viola a una mujer en las escaleras automáticas!

Inventan y reinventan la historia.

–¡No contento con robarlas, las viola!

Hacen famoso a un pobre diablo.

–¡Nadie se atreve a denunciarlo, pero existen pruebas!

Y evitan mencionar a los culpables.

–¡Los guardias que lo detuvieron a costa de sus vidas son premiados por los dueños de las tiendas!

La sociedad, ciega, condena al acusado y gratifica a quien no se lo merece.

–¡El cínico se dice inocente!

La infamia se escribe a ocho columnas.

–¡Aparte de violar mujeres, también violaba la correspondencia!

  

Camilo fue despedido de su trabajo y expulsado de la iglesia donde ayudaba con la misa. Sus amigos evitan encontrarlo en su camino. Miroslava y sus amigas, después de disfrutar la tarde, convinieron en que ella hizo lo correcto al denunciar a ese mano larga. Ella sigue con lo suyo y ahora luce un broche de brillantes que uno de los doce  recién le regaló.

 

Juan Manuel Carreño