El hombre me mostró una foto.
–La quiero muerta, ¿me entiende?
–¿Y el sujeto?
–Eso lo decide usted, yo sólo pago por ella.
–Serán veinte de los grandes.
Extendió un cheque por la mitad.
–El resto al terminar.
Me dio los datos de su rival y la rutina de su mujer. Cuatro días después seguí al sujeto desde su oficina hasta el estacionamiento de un club deportivo donde ella practicaba aeróbics. Salió del auto y se recargó displicente sobre la polvera izquierda. Se asemejaba a un tipo de esos que salen modelando ropa en las revistas caras. Miraba la entrada del club mientras fumaba un Benson. Yo lo imitaba con un Fiesta sin despegar mi vista de su figura. Exhalé el humo y sentí envidia por su aire de conquistador. Su cuerpo, seguramente trabajado en gimnasios, y su cara parecida a la de Richard Gere, atraían las miradas de las mujeres que caminaban a buscar sus autos. Él parecía indiferente al espectáculo que causaba; ya quisiera yo una de las más feas para un fin de semana –me dije-, una de las que él despreciaba. Yo, con mis 110 kilos a cuestas y barriga cervecera, sentí la obligación de matarlo gratis.
La mujer salió en punto de las seis de la tarde. Ocultaba su pelo cortado a la moda bajo una pañoleta guinda. Sus ojos se protegían detrás de lentes oscuros. La boca me recordó las cerezas sobre un pastel de chocolate –me gusta el pastel de chocolate. El cuerpo de la dama era un pecado en movimiento. Se tendieron los brazos y sin pudor se besaron.
Los seguí hasta el hotel de fachada celeste que está por la carretera nacional. Fumé otro cigarrillo antes de entrar. Llegué a la recepción y enseñando la placa de policía ministerial le dije al dependiente, un hombre obeso y calvo:
–Déme el número de cuarto de la pareja que acaba de llegar –lo miré con intensidad. Su mirada se tornó opaca y pasó saliva. Lo tomé del cuello–. No quieres que te clausure el negocio ¿o sí? –la sangre huyó de su rostro y la voz salió quebrada de su escondite.
–315, señor.
Subí por las escaleras. Busqué el cuarto señalado. Encendí un cigarrillo y esperé paciente la señal que los delatara indefensos. Usé la ganzúa y entré. El cuarto se encontraba en penumbra. Aventuré unos pasos y los miré desnudos y sudorosos. Se imponía la navaja. La desdoblé sin dejar de mirarlos y me acerqué veloz, tomando al hombre por el cabello, le corté el cuello antes de que lo notara. La mujer me miró extrañada. Un tajo fulgurante se instaló en su garganta. La navaja quedó en manos del sujeto. Accioné tres veces la cámara de fotos instantáneas. La sangre fluía de sus cuerpos.
Mientras conducía de regreso marqué el celular del cliente.
–Tengo noticias -dije, y acordamos vernos en un bar del centro.
–Quiero cancelar el contrato –señaló antes de sentarse.
–Demasiado tarde –le extendí las fotografías.
–No es mi mujer –las miró con detenimiento–. Él sí es, pero ella no.
Lo miré con perplejidad.
–Ella está conmigo en este momento –giró su rostro a la puerta por donde entró la mujer–. La he perdonado –dijo–. Puede quedarse con el dinero que le adelanté.
Se levantó y sin decir palabra se retiró a la salida. Observé las fotografías más de cerca.
–Carajo –me dije–, tendré que ver mañana mismo al oculista.
Juan Manuel Carreño